Paolo trabajaba en una farmacia, su trabajo consistía en elaborar fórmulas y medicamentos en la trastienda o rebotica. Nunca salía al mostrador, el farmaceútico le pasaba los pedidos por una minúscula ventanita. Esa era su única conexión con la vida del negocio.
Pasaba las horas, los días, atento a cada ingrediente. Su padre lo había enseñado bien, desde que no levantaba un palmo del suelo había asistido, silencioso y atento, a la sutil coreografía que su padre ejecutaba. Extraía con cuidado de cada enorme tarro al porción exacta del componente que necesitaba. Pocas veces usaba la pequeña balanza que reposaba en la mesa. Y ese fue el gran y único regalo que nunca obtuvo de él. Una profesión que amaba.
Pero estar recluido todo el día entre esas cuatro paredes comenzó a mellar la tranquila existencia de Paolo. Se aburría, y mucho. Sus manos actuaban solas y casi sin darse cuenta elaborabalas recetas que constantemente iban entrando por el ventanuco.
Entre pedido y pedido se acercaba a la puertecilla entreabierta y oteaba, oyendo las convesaciones del farmaceútico con los clientes. La joven madre que, agobiada, compraba latas y latas de papilla para los gemelos que había traído al mundo y que acababan con su pacienci; el jovenzuelo que, nervioso, estaba probando los placeres del sexo con su primera novia y se gastaba todo lo que tenía en preservativos; la vieja viuda que llegaba, se sentaba en un rincón y a voces (era sorda) ensordecía el habitualmente tranquilo negocio...
Cuando oía que la anciana llegaba se ponía nervioso, no soportaba sus gritos, sus preguntas sin respuesta, siempre reclamando la atención del sufrido farmacéutico.
Tuvo una idea que le provocó una sonrisa. Una vez a la semana, la señora venía a buscar una formula que la libraba temporalmente de un estreñimiento crónico que padecía desde la juventud. Si añadía unos gramos más de uno de sus componentes haría que el único sitio donde estuviera sentada durante una temporada fuese la tapa del váter.
Y así lo hizo, mientras mezclaba temblaba de emoción. Nunca había sentido nada así. Aquella noche no durmió, regocijándose con lo que había hecho.
La señora no volvió hasta un mes después. Se dio cuenta por casualidad, gracias al saludo de su jefe. Ella no era la misma. Un hilillo de voz salía de su boca y en su hasta entonces orondo cuerpo se notaba el resultado de la dura "dieta" a la que Paolo la había sometido.
Cerró en ventanuco y se sentó, sudoroso. Le costaba respirar. ¿Estaba arrepentido por lo que había hecho? No, lo que sentía era emoción y casi sin poder evitarlo comenzó a reir.
La historia de Paolo terminó cuando un antiguo militar comenzó a ir a por una fórmula contra los terribles dolores que padecía en su pierna derecha, fruto de una herida de guerra mal curada. El tipo era insoportable y daba órdenes a diestro y siniestro, pensando que aún se encontraba entre reclutas. La gota que colmó el vaso fue el día que Paolo corría de un lado a otro de la estancia, agobiado por un súbito incremento en los clientes que querían fórmulas. Su mente iba a toda velocidad, mezclando, empaquetando y pasando por el ventanuco.
El militar vociferaba, que si tenía prisa, que vaya inútil de ayudante que tenía... Paolo lo escuchaba y cada vez se iba poniendo más nervioso. Entonces llegó a la recetza que solicitaba la medicina del viejo. Uno de sus componentes era un veneno que en una porción minúscula, y combinado cn otros elementos, eliminaba temporalmente el dolor de la lesión. El pensamiento sólo cruzó un segundo por la cabeza de Paolo, pero fue suficiente. Los bastonazos en el suelo y los gritos del tipo bastaron para empujarlo. Añadió unos granos más del elemento, letal por sí solo. Respiró hondo y envolvió el pequeño paquete.
Estaba hecho, no había vuelta atrás.
Pasaron los días. Paolo vivía en un constante estado de histeria. Rompió sin querer algunos tarros, cosa que nunca en sus vida profesional le había ocurrido. Su jefe llegó a ofrecerle unos días de descanso si los necesitaba. Pero no, el quería seguir allí, vigilante.
El militar no volvió nunca más.
Pasaron las semanas y Paolo volvió a ser el que era. Cuidadoso y eficiente. Decidió dejar de jugar con las fórmulas y siempre mantenía la portezuela cerrada. Quería aislarse de la botica. No saber nada no oir nada.
Pero un día, mientras limpiaba la mesa de madera sobre la que trabajaba observó, casi por casualidad, como una pareja de policía hablaban con su jefe. El paño húmedo resbaló de su mano. Se acercó al cristal de la ventana y comenzó a temblar. Los rostros de los agentes estaban serios y uno de ellos gesticulaba mucho.
Paolo se dio la vuelta, miro hacia el suelo y tomó una decisión.
Sin mirarlo, cogió el bote que contenía el veneno e introduciendo una cuchara comenzó a comerlo a cucharadas.
...
La puerta de la trastienda se abrió y el farmaceútico entro, riéndose.
- Vaya, Paolo. Hay que ver como es la gente... Han llegado dos policías buscando una medicina que ya no se fabrica y no veas la de explicaciones que les he tenido que dar. Oye, que no me creían...
-Paolo, ¿te pasa algo? Tienes muy mala cara, hombre.
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