Llevaba rato sentado en su butaca, leyendo. De vez en cuando miraba a la gente que pasaba a su lado, los niños que correteaban y se relajaba escuchando el acompasado romper de las olas en la orilla. Lograba tranquilizar su cabeza, ese motor que nunca paraba.
Detrás de sus gafas de sol observaba a las personas que lo rodeaban. Parejas amorosas cuya pasión terminaba por llevarlos a darse un chapuzón. Grupos de señoras mayores que pasaban la tarde entre cafés y rondas de bingo. Niños pequeños que gateaban hasta al orilla y se quedaban allí, indefensos, mientras sus jóvenes madres charlaban.
Seguía leyendo cuando sintió algo, como si lo estuvieran mirando. Levantó al mirada del libro y la vio. Caminaba junto a una amiga y se acercaba a la zona donde él estaba sentado ya que había algún que otro hueco en la atestada playa.
Ella sonreía, fue lo primero que observó. Hablaba con su acompañante y de vez en cuando le dirigía disimuladas miradas.
Finalmente pasaron junto a él, que volvió a mirar, que no leer, el libro que tenía entre las manos. Extendieron las toallas y se despojaron de la ropa.
A partir de ese momento el tiempo se rompió en dos. En una realidad él se acercó a la orilla, acalorado. Dio una corta carrera y se zambulló con la rapidez en el frío mar. Braceó un poco para entrar en calor y cuando se dio la vuelta para mirar hacia la orilla vio que a chica se acercaba, sola. Seguía sonriendo. Le gustaba su sonrisa, su cuerpo delgado, su pelo largo, rizado y rubio. Era difícil que una chica le llamara tanto la atención, ya que no era de gustos sencillos y no se conformaba con lo primero que aparecía, como muchos otros hacían.
Ella se lanzó bajo el agua y apareció, se sujeto el húmedo cabello y le volvió a dedicar una tímida mirada a la que era difícil resistirse. Se acercó y le sonrió, ella lo miraba cegada por el sol. Tenía unos bonitos ojos verdes. Comenzaron a hablar, al principio de cosas intrascendentes, sin importancia. Rompiendo el hielo, salieron del agua y él la acompañó hacia su toalla. Ella le presentó a su amiga y le dijo que si quería podía sentarse con ellas.
Fue el principio de algo, aún no sabía el qué, pero la cosa prometía.
En la otra línea escindida, él se pasaba toda la tarde dirigiendo miradas disimuladas a la chica, sin atreverse a hacer nada. Era como si le hubieran atado a la butaca, no podía pensar en nada y su incapacidad para relacionarse le hacían sentir más y más desgraciado. Se levantó con rapidez y se bañó, saliendo del mar con la misma celeridad con la que había entrado. Se secó la cara con la toalla y miró el reloj. Estaba tan agobiado que la única manera que tenía de aliviar la tensión que padecía era huir de allí. Se vistió y por el rabillo del ojo vio como al sonrisa de la chica ya no estaba, su amiga le hablaba y ella asentía, triste.
Mientras se dirigía a su casa pensó en darse la vuelta, regresar y pedirle disculpas. Pero no lo hizo.
La siguió viendo más días, pero la magia se había roto. Él notaba que ella regresaba, tal vez pensando que en algún momento se animaría a acercarse. Pero el muro inbvisible que lo rodeaba era demasiado alto. No podía escalarlo, simplemente no podía.
Pasó el verano, como siempre. Y él pensaba que la volvería a ver. Aquella era una ciudad tan pequeña... Tal vez se encontraran por la calle, quién sabe.
Caminaba bajo la lluvia, con un mordisco en su interior. Arrepentido de ser como era. Sólo buscaba una segunda oportunidad.
Pero en la vida real no existen las segundas oportunidades.